En julio de 2015 visité la comunidad kichwa de Sarayaku, en la selva amazónica ecuatoriana. Mis razones eran dos y tenían nombre y apellido. Meses antes, había conocido a Patricia Gualinga Montalvo, dirigente de relaciones exteriores de Sarayaku; y a Eriberto Gualinga Montalvo, hermano suyo, productor documental y representante del departamento de comunicación visual de Sarayaku. Ambos, de maneras distintas, me habían dejado impresionado. Patricia, por una parte, destelló elocuente, articulada y muy crítica de la explotación irracional de la selva amazónica, a manos de las compañías petroleras transnacionales. Eriberto, por otra parte, era ya un pionero del cine indígena amazónico, hábil e inteligente orfebre de la memoria visual de Sarayaku. ¿Cómo fue posible que desarrollaran semejante conciencia política de su propia realidad y de su país Ecuador? ¿Qué tenía de especial Sarayaku, tan remoto y aislado en la selva del Amazonas? Hago aquí pública mi gratitud a Patricia, por abrirme las puertas de su pueblo y darme la posibilidad de entender.
Los mitos sobre la selva y sus indios
Muchas percepciones imaginarias de mi familia y conocidos precedieron mi viaje. El miedo a los peligros de una naturaleza y fauna salvajes que pondrían en riesgo mi vida o mi salud; la necesidad de vacunarme contra toda clase de enfermedades tropicales (fiebre amarilla, malaria, etc.); la desconfianza que debería tener al agua y los alimentos; y sobre todo, lo incomprensible, en un sentido lingüístico o cultural, que podría resultar el contacto con los mismos indígenas. Hubo alguien que, de manera cínica e idiota, incluso dijera: “pero ellos van a desaparecer”. Todas estas percepciones se agrababan, además, por lo tortuoso del mismo viaje: desde Puyo, ciudad oriental del Ecuador, localizada a unas cuatro horas por transporte terrestre desde Quito, la capital; hasta un atracadero por mí desconocido, una hora y media más allá, en las orillas del río Bobonaza; y finalmente, entre cuatro a seis horas en canoa a lo largo de sus márgenes, en la Provincia de Pastaza. Para un mestizo citadino como yo, se trataba de un viaje a otro mundo, una realidad de la cual yo era en buena medida ignorante. Mi viaje, además, tendría el componente adicional de mi llegada desde el extranjero. Es decir, desde una otredad cultural y lingüística fuera del Ecuador, hasta esa otredad interna, remota, que se hallaba habitaba por unas mil doscientas personas, en la selva del país.
Bajo este panorama, familiares y amigos, invariablemente, terminaban haciéndome la misma pregunta: “¿para qué vas?” Se trataba, en efecto, de una pregunta compleja porque por casi treinta años, cuando todavía vivía en Ecuador, nunca había estado en la selva por otra razón que no fuera la aventura. Las realidades humanas y culturales de sus habitantes, si bien no eran desconocidas para mí, me resultaban un dato puramente intelectual, académico, totalmente desconectado de mi vida personal. Ahora, años después, habiendo sido tratado como una minoría, un extranjero, un “otro” en Estados Unidos, yo había cambiado. Patricia, en algún momento del viaje en canoa a Sarayaku, me comentó: “quizás ahora eres menos racista para conocer tu país”. Es probable que tuviera razón. El racismo es uno de los grades obstáculos para conocer y valorar la realidad pluricultural del Ecuador. Hace falta el contacto directo, pero respetuoso; la cooperación y el diálogo intercultural. En su historia de más de doscientos años, Sarayaku ha sufrido, en efecto, innumerables momentos de contacto con lo extranjero basados en la invasión, apropiación y atropello a sus habitantes y territorios ancestrales. Mi viaje a Sarayaku, lo reconozco, me causaba recelos. Pero la amabilidad y apertura de Patricia a conocer su pueblo, me renovaba de aliento.
La cultura de la wuayusa
El día empieza bien temprano en Sarayaku. A las 4:00 o 4:30 de la mañana, las familias se reúnen en torno al fogón y toman la wuayusa. Se trata de la hoja de un árbol, que es consumida en infusión, como un té. No es propiamente un desayuno, sino más bien una práctica o ritual de diálogo, de comunicación abierta para empezar el día. Ya que se habla en kichwa, y muy ocasionalmente en español, fue difícil saber el contenido exacto de estas conversaciones. Pero supe que se hablaba de los sueños, las experiencias, los proyectos del día: es una manera en que la familia y la comunidad se mantienen unidas e informadas. Empezar el día con este diálogo sereno, casi silencioso, pero tremendamente integrador, me recordó, en contraste, los discursos oficiales del gobierno actual que impone el diálogo como un decreto, un dictámen. El rito de la wuayusa me dejaba así, una primera lección de democracia: el diálogo no se impone, no se decreta. El diálogo surge de la necesidad y deseo de estar juntos, de compartir sueños, de la costumbre diaria de dialogar, de conocerse y acercarse a los otros. Ésta es una lección para el país, pensé.
Conforme el día avanzaba, me di cuenta de algo más importante: el diálogo de la wuayusa formaba parte no solo del comienzo del día, sino de todas las activades diarias, de la misma cultura: el diálogo, en su nivel más complejo, era también una forma de tomar conciencia de los problemas, de decidir colectivamente y dar dirección política a la comunidad. Recordé que después de ver Los descendientes del jaguar (Children of the Jaguar 2012), el documental de Eriberto galardonado por National Geographic y Columbia’s Indigenous Festival, le había preguntado: “¿cuál fue la reacción de la comunidad al verse reflejada en tu video?”
Entonces me dijo que a diferencia de un documental personal, la comunidad se reúne, mira lo expuesto y decide qué se puede mostrar y qué no. Hay una autorización comunitaria a mostrar lo filmado. Los descendientes del jaguar, después de todo, presenta un mirada íntima de Sarayaku y su visión de la selva viviente (Kawsak Sacha); y testimonia, además, el viaje alucinante de varios de sus habitantes como testigos de cargo, en la demanda histórica que esta comunidad le siguió y ganó al Estado ecuatoriano, en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en Costa Rica. El diálogo deliberante es un principio comunitario, una forma de convivencia: es lo que conecta la cultura y la política, lo personal y lo colectivo en Sarayaku.
Me aventuraría a afirmar que esta cultura de diálogo, de una comunicación abierta, es lo que ha permitido crear, a la vez, una muy exitosa red de alianzas y apoyos a nivel internacional. De Sarayaku se pueden leer noticias en Estados Unidos, Francia, Bélgica, Alemania, Italia, por mencionar algunos países. Patricia me había dicho que sin sus conexiones con el exterior, Sarayaku no podría sobrevivir. ¿Cómo resistir de manera pacífica, desde la incomunicación de la selva, al aparato militar del Estado y las continuas irrupciones de las petroleras trasnacionales y sus grandes capitales? Ha sido poniendo en practica el diálogo de la wuayusa hacia fuera, en su relación con el mundo, que Sarayaku ha encontrado aliados. En Le Chant de la fleur (El canto de la flor, 2013), uno de los últimos documentales en que Eriberto colabora, y que es una producción belga-ecuatoriana dirigida por Jaques Dochamps y José Gualinga, se presentan imágenes históricas de la visita de miembros de la Corte Interamericana de Derechos Humanos a Sarayaku. El fin de esta visita era escuchar los testimonios directos de la gente, en kichwa o español, sobre la posible explotación petrolera de estos terriotorios. El documental muestra un pueblo orgulloso de sí mismo, altamente organizado y capaz de defenderse; un pueblo que no teme a sus agresores, ni se oculta ante el diálogo con los extraños.
La primera misión en la vida
No se trata de una ley escrita en el papel, sino de una suerte de principio de convivencia humano y cósmico. Algo que reaparece de manera concreta, una y otra vez, en las acciones, deseos y sueños, tanto personales como colectivos, de Sarayaku. La primera misión en la vida es defender la vida misma. La vida de los otros, la vida de la naturaleza, la vida del cosmos. Proteger los árboles, los ríos, los animales, hace posible que la selva, a su vez, cuide de la vida del hombre. Puede parecer un principio simple de sobrevivencia. Pero me parece fundamental. Defender la vida misma es un principio humanitario y cósmico; un principio espiritual que me atrevería a llamar anti-capitalista y anti-colonialista.
Ahí donde el capitalismo salvaje busca perpetuar la extracción y explotación de los recursos naturales de los territorios colonizables por el capital y la tecnología, defender el principio a la vida es una tarea prioritaria. La naturaleza no es el medioambiente, es la misma vida, su sobrevivencia. Lo cual no tiene nada que ver con un “misticismo ecológico” o un “ecologismo infantil”, sino con la defensa del planeta en que vivimos, y de manera más particular, con el derecho constitucional de los pueblos originarios a ser consultados, y decidir de manera informada, sobre su propio destino. Luchar por la defensa de la vida de la selva (Kawsak Sacha) presupone así, luchar porque se construya un diálogo verdaderamente intercultural entre los pueblos indígenas y el Estado.
Nada de esto existe todavía. El Estado ecuatoriano actual se siente lejos en Sarayaku y se lo percibe, además, como una presencia negativa. El fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en contra suya, ratifica precisamente este hecho: el Estado produce desconfianza, imposición unilateral de decisiones, incapacidad de diálogo. Pese a las mismas reformas constitucionales que garantizan los derechos de la naturaleza, los derechos colectivos de los pueblos indígenas y su derecho a ser consultados en temas relacionados a sus territorios, los indios sarayaku, al igual que muchas otras nacionalidades ecuatorianas, siguen siendo tratados como campesinos pobres que es necesario sacar de la miseria. Defender el derecho a la vida de la selva y sus mismos habitantes significaría, por el contrario, defender la existencia de un diálogo respetuoso e intercultural que tomara en cuenta sus cosmovisiones sobre el mundo, así como las decisiones políticas de sus propios líderes.
Durante mi estadía en Sarayaku, después de entrevistarme con la gente, visitar las escuelas, conocer su actividad política interna, un par de preguntas venían recurrentes a mi cabeza: ¿cómo gobernar un pueblo que ya se auto-gobierna? ¿no está aquí ese miedo incomodo del Estado a perder potestad y control sobre todos sus habitantes a nivel nacional? Un sistema político de co-gobierno con los pueblos indígenas no solo resulta deseable, sino indispensable. Y así me pregunta Tupak Gualinga, desde su perspectiva mítica del mundo, “¿cuándo llegaremos a pensar en las dimensiones culturales de la consulta a las poblaciones indígenas?, ¿cuándo llegará el día en que le consultemos a los árboles, los ríos, los animales, el destino de la selva?”
Por último, defender el derecho a la vida no solo require la resistencia a las políticas del Estado colonizador existente, sino también un proceso de creación, adaptación y cambio internos de las mismas comunidades en su relación con el mundo actual. Nada más absurdo que defender la existencia de indígenas “puros”, “primitivos”, resistentes al cambio cultural e incapaces de apropiarse de sus influencias. El uso del hierro y el concreto, de computadores portátiles, internet, teléfonos inteligentes, energía solar, sistemas de electrificación, drenaje, etc., es parte ya de la vida cotidiana, socio-cultural y política de Sarayaku.
La imagen de Don Sabino Gualinga, quien había perseguido en su juventud el camino del yachak (el hombre puente que conecta el mundo terrestre y el espiritual) y que ahora, a sus 92 años, se levantaba de su silla labrada con figuras de pájaros y jaguares para encender la luz del comedor en la noche, casi sin percatarse que estaba en lo recóndito de la selva, y que eso era posible gracias a un sistema de paneles solares que guardaban la energía y la transformaban en electricidad, me dejaba pensativo, expectante. Pese a lo aislado de su situación geográfica, Sarayaku es un pueblo selvático en contacto global. Una comunidad que esta constantemente entrando y saliendo de la modernidad de las ciudades de occidente. No resulta un equilibrio fácil, lo saben bien; pero es esencial para la subsistencia y defensa pacífica de la propia comunidad.
Resplandores del Sumak Kawsay
Hacia el final de mi visita, Patricia me invitó a un examen de graduación en el colegio del pueblo. Se trataba de una construcción en ladrillo y concreto, acaso edificada así para perdurar por las décadas por venir. Un mensaje a la entrada llamó mi atención: “No delegar ninguna responsabilidad. Pensar que solo usted sabe hacer las cosas bien. No se crea tan necesario”. La frase me sugirió cooperación, trabajo en conjunto, crítica a la política oficial actual. Al entrar al aula, un tribunal examinador con miembros de la escuela y la comunidad esperaba; asimismo, la proyección de una presentación power-point, esto es, de una computadora portatil conectada a un proyector, aparecía en el pizarrón. El estudiante proponía un proyecto comunitario en base a la producción y comercialización del té de wuayusa. Su presentación estaba escrita en español, pero su defensa oral fue en kichwa. Era perfectamente bilingüe en ambos idiomas. Luego supe que era trilingüe, pues gracias a su madre, hablaba también francés de manera nativa. Todo esto, seguramente, tampoco descartaba el conocimiento del inglés, pues el maestro que lo enseñaba en la escuela me había saludado días antes. “It is nice to meet you, my friend”, me dijo.
El examen de graduación de este joven me hizo pensar en el Sumak Kawsay. El sueño digno de un territorio sano, sin contaminación; una tierra capaz de solventar las necesidades alimentarias de sus habitantes. Pero también un pueblo soberano en su organización política, en sus saberes y prácticas ancestrales, en la defensa y recreación de su identidad. El Sumak o compendio total de todas estas realidades propias (como la educación kichwa), puesto en función del Kawsay, la misma vida, es lo que permite soñar en una vida en plenitud. Poco después de mi regreso a Quito, alguién me preguntaba: ¿Pero existe realmente eso del Sumak Kawsay o se lo inventó el gobierno?
Sueños de lo intercultural
La construcción de un diálogo intercultural respetuoso entre la sociedad civil y el Estado, así como la existencia de un Estado plurinacional, es todavía un proyecto en construcción. La democracia intercultural no ha dejado de ser parte de una retórica gubernamental, carente de un diálogo serio y equilibrado con las poblaciones indígenas, o de una propuesta política hacia el co-gobierno de sus territorios y sociedades ancestrales. Una de las mayores contradicciones en este respecto es que mientras el Estado actual sigue alejándose de su propio discurso sobre lo intercultural y plurinacional-en tanto que es el gran benefactor de las petroleras y una economía de carácter extractivista y desarrollista-; las comunidades indígenas como Sarayaku, a pesar de sus condiciones adversas, evidencian en su vida cotidiana y cultural la implementación de la interculturalidad como una forma de integración y sobrevivencia en el mundo. Si tal afirmación es verdad, es hora de que la sociedad civil empiece ya a aprender las lecciones de democracia comunitaria que pueblos como Sarayaku podrían enseñarle.
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Juan Carlos Grijalva, Ph.D., es Professor Asociado de Español y Director del Programa de Estudios Latinoamericanos en Assumption College, Worcester, Massachusetts, Estados Unidos.
2 responses to “La democracia intercultural y comunitaria de Sarayaku”
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