Por Lizardo Herrera, Whittier College
“Bajo el dominio del crimen organizado y el combate gubernamental a éste, el territorio… adviene en una zona de guerra cotidiana equiparable a los conflictos de baja intensidad.” Sergio González Rodríguez
A inicios de septiembre, apareció la tercera temporada de la serie de televisión, Narcos, producida por Netflix. En este ensayo, antes que enfocarme en aspectos técnicos, en temas relacionados al género fílmico de acción o en los análisis de recepción cuyo interés radica en la idealización de los “héroes” del narcotráfico por parte del público televidente, propongo una lectura narcográfica en la que se da mayor importancia a la circulación de la droga que a los sujetos que aparecen en la serie. El protagonismo, de este modo, se desplaza de los narcos de los carteles de Medellín o de Cali y de los agentes de la D.E.A. (Drug Enforcement Administration) o de la C.I.A. (Central Intelligence Agency), quienes contradictoriamente se alían o luchan contra/entre ellos, hacia la droga que, en la actualidad, solo puede ser entendida al interior del diseño geopolítico aparejado a la actual cruzada contra la producción, circulación y consumo de estupefacientes y narcóticos.
En este contexto y a pesar de que las tres temporadas de la serie tienen como escenario Colombia y dan cuenta de varios aspectos de su política interna, al mismo tiempo nos sacan del ámbito nacional en función del papel que cumplen las políticas antidrogas de la D.E.A., la C.I.A. y la de la Embajada estadounidense en la hermana república. Esto quiere decir que no se puede entender la emergencia de narcotraficantes como Pablo Escobar o los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela si no analizamos la guerra contra los estupefacientes promovida por las agencias e instituciones estadounidenses tanto en Colombia como a nivel mundial. También podríamos agregar a todo ello el extendido consumo de drogas por parte de los ciudadanos norteamericanos; sin embargo, dado que Narcos no presta mucha atención a este aspecto, en esta oportunidad y para propósitos del presente ensayo, nosotros tampoco lo tomaremos en consideración.
En la segunda y en la tercera temporada de Narcos, somos testigos de un intenso conflicto entre la C.I.A. y la D.E.A. La primera tiene como prioridad la lucha contra el comunismo; la segunda, la cruzada contra la droga. La C.I.A., en su ofensiva contra la insurgencia, no tiene reparos en establecer alianzas con grupos paramilitares y narcotraficantes ya que, desde su perspectiva, la guerra contra la droga se subordina a un fin mayor: el anticomunismo. La D.E.A., en cambio, no claudica en su cruzada contra los narcos y este cometido la pone en abierta contradicción con la C.I.A. en demasiadas ocasiones.
El agente de la D.E.A., Javier Peña, tiene su contradictor en el agente de la C.I.A., Bill Stechner, también conocido como Mr. Green en la tristemente célebre Escuela de las Américas. Sin embargo y paradójicamente, hay un punto de convergencia entre las dos instancias: ambas tratan de vincular la guerra contra el comunismo y la cruzada contra la droga. En la primera temporada de la serie, por ejemplo, la trama parte del supuesto de que, en el contexto de la Guerra Fría, la lucha contra los narcóticos estaba relegada a un segundo plano en la administración de Ronald Reagan. En 1984, los agentes de la D.E.A., en su afán por conseguir el apoyo del presidente norteamericano para su causa en Colombia, filtraron una foto tomada por el piloto estadounidense, Barry Seal, en la que aparece Federico Vaughn, funcionario sandinista, descargando bultos de cocaína en un aeropuerto de Nicaragua junto a los patrones del narcotráfico, Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gracha, el Mexicano. Reagan, vehemente opositor del gobierno revolucionario nicaragüense, utilizó esta fotografía para tachar a los sandinistas de criminales y señalarlos como una amenaza para el pueblo norteamericano.
Sin embargo, desde un punto de vista histórico sabemos que esta información no es exacta. Con la entrada en vigencia de la Boland Amendment (1982–1984), el senado estadounidense prohibió al gobierno y las agencias de seguridad apoyar o entregar dinero a la contraguerrilla nicaragüense. Ante este impedimento, la C.I.A., bajo la coordinación y el diseño estratégico del polémico coronel Oliver North, recurrió al narcotráfico. Periodistas como Robert Parry, Leslie y Andrew Cockburn, Alexander Cockburn y Jeffrey St. Claire, Gary Webb, entre muchos otros, han documentado de manera minuciosa los nexos de la C.I.A., durante los gobiernos republicanos de Reagan y George H. Bush, con narcotraficantes con el fin de financiar y armar a la contra en Centroamérica.
Gracias a estas investigaciones periodísticas; a las denuncias de agentes decepcionados con sus agencias, en particular, Celerino Castillo III; al informe del Senador John Kerry en el Senado de EE.UU. y, sobre todo, al derribo en 1986, por parte del ejército sandinista, del avión de carga C-123K —antigua aeronave de Seal, quien para este año ya había sido asesinado— piloteado en esta ocasión por el también estadounidense, Eugene Hasenfus, se hizo público que la base aérea de Ilopango en El Salvador, controlada por la C.I.A., sirvió para introducir droga hacia EE.UU. y transportar armas a América Central. De ahí que la foto que tomó Seal, uno de los pilotos más regulares en la base salvadoreña y muy probablemente agente de la C.I.A. como sugiere su mención en el diario personal del controvertido North, no fue obtenida por la D.E.A. para favorecer su causa en Colombia, sino que pertenece a una estrategia mucho más amplia en donde la C.I.A. fue un actor fundamental. Esa fotografía, al vincular a los sandinistas con el tráfico de estupefacientes, permitió que la administración de Reagan utilice su aparato de propaganda para justificar de forma maquiavélica ante el pueblo estadounidense, el cual hasta ese momento se había mantenido relativamente indiferente, su apoyo a la contra nicaragüense a cuyos violentos combatientes este presidente llamó “luchadores por la libertad”.
Robert Parry, en Lost History, pone en duda el nexo entre el narcotráfico y los sandinistas a partir de informes recabados por la D.E.A. o la misma C.I.A. en los que, antes de la filtración de la famosa foto de Seal, no había denuncias acerca de la participación sandinista en el narcotráfico. Sin embargo, más allá de una defensa de índole moral del gobierno revolucionario, Parry nos ofrece una explicación bastante práctica y sencilla. El hecho de que el gobierno nicaragüense no tuviera relaciones con EE.UU. y la C.I.A. tuviera monitoreados tanto los vuelos como los barcos que salían o llegaban al país centroamericano, según él, hacía muy difícil que los carteles usaran esa ruta. Además, cabe indicar que existen serias sospechas de que Vaughn era un agente doble que también trabajaba para los norteamericanos. Cuando se rastrearon los teléfonos que el piloto norteamericano usó para contactarse con el sombrío funcionario sandinista, según Parry y Webb, se confirmó que las líneas pertenecían a una casa en Managua, propiedad de un empleado de la embajada estadounidense, que había sido alquilada de manera ininterrumpida por los EE.UU. desde 1981.
En la primera temporada, aunque de manera muy breve, también aparece el general Manuel Antonio Noriega, el hombre fuerte de Panamá, quien mantuvo nexos con el narcotráfico, en especial, con el Cartel de Medellín. Noriega permitió que los líderes del narco colombiano usaran el sistema financiero panameño para lavar su dinero. Aunque la serie deja claro que Noriega era muy “amigo” de los Estados Unidos, en especial del vicepresidente George H. Bush —exdirector de la agencia de inteligencia— no analiza a profundidad sus vínculos con la C.I.A. y su participación en el apoyo/financiamiento/entrenamiento de la contra nicaragüense y la política antisubversiva estadounidense que, como hemos visto, mantenía estrechos vínculos con el narcotráfico. El general panameño, entre otras acciones, facilitó los cargamentos de droga que salieron en avionetas desde su país hacia Ilopango o hacia Costa Rica, los cuales serían claves para financiar y proveer de armamento al frente sur de la contra.
No es mi intención, sin embargo, quedarme en las inconsistencias históricas de la serie más aún cuando sabemos que, en ella, la ficción y la realidad se mezclan de manera intencional. Al contrario, mi objetivo es analizar cómo Narcos, a pesar de sus imprecisiones históricas o ambiguas motivaciones éticas, hace evidente el intento de fusionar la guerra contrainsurgente o de baja intensidad con la cruzada contra los narcóticos como una constante en la geopolítica de EE.UU. en América Latina durante las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI. El reconocido periodista mexicano, Sergio González Rodríguez en sus libros, Campo de guerra y Los 43 de Iguala, sostiene que los grupos armados del narcotráfico han funcionado como grupos paramilitares o agentes desestabilizadores, cuya función no se reduce al negocio de la droga, sino que también llevan a cabo dos objetivos prioritarios en la geopolítica global estadounidense: 1) justificar una mayor militarización y la creación de un inmenso aparato de control/vigilancia a nivel global y 2) constituirse en un vehículo muy eficaz en la represión de la insurgencia.
En el tercer episodio de la tercera temporada de Narcos, hay un intercambio entre Peña y Stechner que muestra en toda su magnitud las contradicciones de la guerra contra la droga y la implementación del aparato de control/vigilancia que analiza González Rodríguez. Los senadores Helms y Martin van a Colombia preocupados por el incremento del expendio de cocaína en las calles estadounidenses. Los dignatarios norteamericanos tienen serias dudas acerca de la eficacia de la lucha antinarcóticos y del apoyo de su país a la nación sudamericana en este tema. Stechner, con el objeto de contrarrestar los cuestionamientos de los senadores, planifica una visita al teatro de operaciones: a los centros de cultivo de la hoja de coca y procesamiento de cocaína que supuestamente se encuentran bajo el control de la guerrilla comunista de las FARC en la selva amazónica. Helms y Martin, conocedores de la fama de Peña por su participación en la caída de Escobar, piden que el agente de la D.E.A. los acompañe.
Una vez en el lugar, Stechner muestra a los visitantes un laboratorio de droga recientemente descubierto en donde aparecen amontonados los cuerpos de varios “miembros” de las FARC recientemente dados de baja. Ante la mirada de los senadores, los colaboradores de Stechner prenden fuego al laboratorio con los cuerpos amontonados y los paquetes de cocaína en su interior. Este agente comunica a los senadores que Colombia es un país altamente estratégico porque desde allí se puede controlar Centro y Sudamérica. Al llevarlos a la selva, quiere mostrar la eficacia de las políticas implementadas por su equipo. Su intención es que los senadores apoyen la entrega de 5.000 millones de dólares al gobierno colombiano como retribución por su colaboración en la guerra contra el narcotráfico y las guerrillas comunistas.
Peña se da cuenta de que todo lo que Stechner había desplegado ante los senadores estadounidenses no es sino un montaje, los tamaños de las municiones presentadas no coinciden con los fusiles utilizados por la guerrilla y los cuerpos amontonados en el laboratorio no son los de guerrilleros caídos, sino campesinos cultivadores de coca. No obstante, y aunque el agente de la D.E.A. confronta a Stechner diciéndole que todo aquello es un teatro, contradictoriamente no lo desmiente ante los senadores que, como garantía, exigen una gran victoria para autorizar la ayuda económica. Stechner y Peña coinciden en indicar que esa gran victoria llegará, aunque evidentemente los dos tienen objetivos diferentes: para el agente de la C.I.A., el triunfo tendrá lugar sobre la base de las negociaciones entre el gobierno colombiano y el cartel de Cali, negociaciones que lograrán que estos últimos se entreguen a las autoridades de manera pacífica; para el de la D.E.A., en cambio y en contra de los propósitos y planes de la C.I.A., la gran victoria ocurrirá cuando se encarcele a los célebres narcotraficantes interrumpiendo o boicoteando tales negociaciones.
Al regresar de la visita realizada con los senadores, Stechner se congratula de que Peña esté en su mismo bando y no lo haya desenmascarado. Peña, por su parte, le reclama que todo el viaje haya sido una campaña para recaudar fondos y se siente indignado con el hecho de que la C.I.A. dé por perdida la guerra contra las drogas. Stechner, más sagaz y con mucho más conocimiento de causa, le responde que él está pensando en el escenario subsiguiente pues, para él, la guerra contra la droga se perdió hace mucho tiempo. Peña solo acierta a insultarlo y abandonar el aeropuerto para continuar con su plan en contra de las negociones entre el gobierno colombiano y el Cartel de Cali que la C.I.A. venía facilitando.
A primera vista, podríamos tener la impresión de que nos encontramos ante una lucha de índole moral entre el corrupto Stechner-C.I.A. y el correcto Peña-D.E.A., pero las cosas son mucho más complejas. Constamos, por ejemplo, que Stechner no es el único que ha respaldado sus acciones en los turbios procedimientos de las fuerzas paramilitares. Peña hizo exactamente lo mismo al colaborar con los PEPES (Perseguidos por Pablo Escobar) y sus escuadrones de la muerte y vuelve a hacerlo en su lucha contra el Cartel de Cali cuando recurre otra vez al famoso narcotraficante, Don Berna, y a los temibles paramilitares, los hermanos Fidel y Carlos Castaño, para rescatar a la esposa de uno de los testigos claves en contra del Cartel de Cali.
En la medida en que la lucha contra el narcotráfico no puede ser llevada a cabo exclusivamente por vías legales, tanto la D.E.A. como la C.I.A. están obligadas a apoyarse en grupos paramilitares, quienes paradójicamente se financian gracias al mercado de la droga. Ello supone un círculo vicioso y una contradicción imposible de superar. En Narcos, vemos con claridad que la actual cruzada contra la droga en América Latina requiere del apoyo o el brazo armado de narcotraficantes/paramilitares para tener éxito. Es así que, en otro intercambio entre estos dos agentes, Stechner cuestiona a Peña recordándole que, si se recurre a argumentos legales o judiciales como el elemento de validación ética, lo correcto sería que el agente de la D.E.A. esté en prisión pagando una larga condena por sus nexos con los paramilitares y el crimen organizado.
Sabemos que Stechner defiende una política de carácter imperial que tiene como meta refuncionalizar al Estado colombiano convirtiéndolo en un peón para la defensa de la “seguridad nacional” de la súper potencia; sin embargo, no por ello Peña es menos imperialista. Sobre la base del argumento de que en Colombia supuestamente se está dando paso a una narcodemocracia, él opera en contra del gobierno colombiano y sus negociaciones con el Cartel de Cali, sin reparar en el desmesurado aumento de la violencia y el baño de sangre que trae consigo su conducta “justiciera”.
El agente de la D.E.A. también tiene una mentalidad colonial que de forma arrogante presume que la gran mayoría de las autoridades colombianas son corruptas e ineficientes y que, por tanto, solo el liderazgo de la D.E.A. puede dirigir una verdadera y efectiva lucha en contra del narcotráfico en ese país. Peña ignora de manera inexplicable, por decir lo menos, el hecho de que las autoridades estadounidenses bajo ningún aspecto son menos corruptas que su contraparte en Colombia tal como lo demuestran las alianzas encubiertas con los narcotraficantes y paramilitares en Centroamérica Gary Webb en su voluminoso libro, Dark Alliance, documenta estas asociaciones ilícitas de manera magistral— y en otras partes del mundo (el reciente documental de History Channel, America’s War on Drugs, ofrece una larga lista de los negocios irregulares de las fuerzas de seguridad de EE.UU. con las mafias a nivel global). Además, no debemos perder de vista que el mismo Peña comete un sinnúmero de ilegalidades y actos terriblemente violentos; esto es, él mismo se corrompe en su desorbitado afán de combatir el narcotráfico.
Según los periodistas Cockburn y St. Claire en su libro, Whiteout, la C.I.A. apoyó el golpe de Estado en Bolivia en 1980 para impedir la posesión del centroizquierdista, Hernán Siles Suazo, y para imponer, junto a su gran aliada, la dictadura argentina, el gobierno militar de Luis García Meza, general afín al poderoso narcotraficante Roberto Suárez Gómez –representado por el personaje de Alejandro Sosa en la célebre e influyente película de Brian de Palma, Scarface– y en cuyo gobierno, su primo, el coronel Luis Arce Gómez, fue el ministro del interior. Esta dictadura recurrió también a las típicas prácticas paramilitares contrainsurgentes bajo la dirección del conocido nazi, Klaus Barbie, y sus Novios de la muerte tanto para proteger a los narcotraficantes ligados al nuevo gobierno como para apresar, torturar, matar o desaparecer a los líderes sindicales y de la izquierda boliviana. Es importante señalar que, en su escape de Europa y su llegada a América del Sur, el conspicuo nazi fue abiertamente apoyado por la C.I.A. y los cuerpos de lucha contrainsurgente del ejército estadounidense a cambio de su valioso aporte —“métodos de interrogación” e información— en la lucha anticomunista.
El exagente de la D.E.A., Michael Levine, en su libro The Big White Lie, no solo deja en claro la participación de la C.I.A. en el llamado Golpe de la Cocaína en Bolivia, sino que simultáneamente demuestra la complicidad de la D.E.A., entre otros muchos casos que se podrían citar, al poner trabas burocráticas a las investigaciones de sus propios agentes o al permitir la salida de las cárceles norteamericanas de narcotraficantes como Alfredo “Cutuchi” Gutiérrez y José Gasser sin llevarlos a juicio a pesar de, según él, tener las evidencias suficientes para ello. En Narcos, Peña comparte la fe inicial y el compromiso de Levine en la lucha contra la droga, su compromiso contra el narcotráfico es total; sin embargo, en sus intercambios con Stechner, a diferencia del autor de The Big White Lie, es incapaz de comprender que el montaje no se limita solo a la visita de campo que preparó el agente de la C.I.A. a la selva colombiana, sino que incluye además la guerra contra el narcotráfico por la que Peña está dispuesto a dar la vida.
Es por esto que el mayor éxito de la tercera temporada de Narcos no está en su ambigua condena moral a los narcotraficantes ni en el hecho de señalar que la guerra contra la droga está perdida por medio de la voz de Stechner, sino en sugerir –aunque de manera muy tenue– que la cruzada contra la droga es un teatro –una gran farsa– cuyos objetivos propiamente no son la lucha contra los estupefacientes, sino, retomando las tesis de González Rodríguez, la implementación de un sistema de control y vigilancia global.
De ahí que el polvo blanco de la cocaína no es el principal desencadenante de la violencia que vemos en la serie –cuyas técnicas cinematográficas son muy bien logradas en lo que respecta al género de acción–, sino la política prohibicionista norteamericana que usa la cruzada contra los narcóticos para montar un gigantesco aparato de control y vigilancia gracias al cual puede imponer su hegemonía a nivel mundial. La droga, por tanto, no es la sustancia o el narcótico con el que se intoxica un número muy alto de estadounidenses —así como también, aunque en menor número, ciudadanos de otras partes del mundo— sino un dispositivo atado a una geopolítica cada vez más militarizada —un fármaco-imperialismo— que poco o nada tiene que ver con los alcaloides, sino con los intereses globales y de seguridad nacional de la superpotencia norteamericana.