Esta nota apareció por primera vez en el blog Contra/Tiempos. Lo reproducimos aquí con permiso del autor.
El poder político abusivo, prepotente o, simplemente, autoritario, ha sido una preocupación constante, y acaso una obsesión, de nuestra literatura. Esto supone preguntarse no solo por las formas, en que desde diversos tiempos y escenarios históricos, el poder autoritario ha sido representado y criticado; sino también por las razones de su permanencia y terquedad como un elemento constante de nuestra cultura política. Valga indicar aquí que no se trata de “politizar” nuestra producción literaria, sino de simplemente reconocer su politicidad inherente, en tanto que discurso crítico e imaginativo de la realidad social.
En los siguientes textos de Juan Montalvo (1832-1889), Jorge Icaza (1906-1978) y Alicia Yánez Cossío (1929), el autoritarismo se delata como una forma personalista, egocéntrica, de organización del poder político; una manera de manipulación fraudulenta de las leyes y la justicia; un intento de encubrimiento de la corrupción y violencia existentes, bajo el ropaje propagandístico de un mundo ordenado y feliz; y sin duda, una manera de control de la misma subjetividad, del deseo y voluntad tanto individuales como colectivos. En esta visión heterogénea del poder autoritario, que no se limita a individuos poderosos o instituciones represivas, se delata también -como podrían pensar Michel Foucault o Judith Butler- el afán insidioso por dominar la misma corporalidad, las ideas, sueños y deseos de los individuos. Enfrentar al autoritarismo, reírse de sus incongruencias, parodiarlo en su propaganda triunfante, hacer visible su sentido grotesco del bien común, ha sido, es, y siempre será un derecho democrático, un ejercicio saludable de libertad y pensamiento crítico de nuestras letras. Ningún autoritarismo es todopoderoso y eterno.
Montalvo o la crítica a la “dictadura ortográfica”
En Las Catilinarias, una serie de doce pasquines políticos dedicados al gobierno militar de Ignacio de Veintemilla (1876-1883), Juan María Montalvo Fiallos ridiculiza su autoritarismo a través de lo que hoy podría llamarse su “dictadura ortográfica”. Se trata, en principio, de una anécdota irónica: el presidente es un analfabeto, no sabe escribir su propio nombre, pero el poder que lo inviste le permite escribirlo cómo le da la gana. Cito Las Catilinarias: “Ignacio no sabe sino poner su nombre, dijo un amigo íntimo suyo; y eso por que yo le enseñé a viva fuerza, matándome dos meses en grabarle esos cuatro caracteres en la memoria (…) el jefe supremo piensa que el signo de la i segunda es la o, y escribe: Ignacio de Veintemolla” (203).
Montalvo -quien era un devoto acérrimo del purismo de la lengua de Cervantes- entendió que este barbarismo ortográfico no era simplemente la decisión de un analfabeto, sino la de un impostor que quería en sus discursos al país aparecer como el más culto y educado; ser el protagonista de una historia que no podía leer; un gran conocedor de las leyes que era incapaz de escribir, y en definitiva, ser un guía de ilustración y virtudes para el pueblo, desde su ignorancia y barbarie. Montalvo continua: “Entrando una tarde el ministro de Chile al cuarto de escribir del presidente, le halló en medio de sus secretarios que dictaba tres cartas a un tiempo, como Juliano el Apóstata. Al ver al diplomático, se vuelve magistralmente a sus taquígrafos, y dice: Esa «i» está por de más; suprímanla. Uno de los secretarios lee despacio: «dos soldados de caballería…» Esta «i» es necesaria, señor presidente. —Pues quítale un punto. — No tiene más que uno, excelentísimo señor. —Ese uno esta demás; ¡quítelo usted!… punto, acento, i en cuerpo y alma fueron barreados y suprimidos de orden de su excelencia el presidente de la República, y así fue la carta del gobernador del Guayas: «dos soldados de caballera…” (205).
Para Montalvo, la prepotencia de Veintemilla siempre lo hace escribir correctamente; todo es cuestión de saber ordenar. El problema, piensa Montalvo, es que el autoritarismo instaura un orden patas arriba, pues quebranta la reglamentación del lenguaje, que no es sino una extensión simbólica de la misma vida social, las leyes, la constitución. En otras palabras, Veintemilla escribe cómo le da gana porque gobierna así. Para Montalvo, lo inadmisible de la tiranía analfabeta de Veintemilla, entonces, es que corrompa el cosmos social. Lo inadmisible es que la ignorancia gobierne a la ilustración, que la inmoralidad conduzca a la virtud, que el analfabetismo sea quien de su ley a la República de las Letras. Cercano al Barón de Montesquieu, Montalvo define al despotismo (la tiranía) como el gobierno en el que uno solo, sin ley ni regla, impone a todos su voluntad y capricho. El despotismo se caracteriza, en este sentido, por la desigualdad ante la ley y la instauración del miedo como principio de gobierno. Montalvo escribe “Si el jurisconsulto condecorado con la banda presidencial hubiera tenido noticia del Espíritu de las Leyes, no hubiera echado así por el atajo, poniendo de manifiesto de repente la sangre de su alma dormida en el miedo, no menos que su ignorancia de las leyes que mantienen y salvan las naciones” (292). Montalvo entendió claramente que el autoritarismo político, lo que hoy llamaríamos hiperpresidencialismo, podía ser parte también de la misma república; el abuso de poder sobre la ley podía habitar la civilización. Para Julio Echeverría, el hiperpresidencialismo define a “regímenes que concentran el poder al punto de blindarse frente a toda posible impugnación o crítica”; y como resultado, “debilitan a las legislaturas, controlan la administración de justicia, y quisieran también canalizar la circulación de ideas y de opiniones” (El Comercio, abril 1, 2012). Pero el gobierno despótico de uno solo, piensa Montalvo, necesita a la vez, de un “cuerpo social”, una base que lo sustente. Los déspotas, en definitiva, necesitan el apoyo de sus milicias para infundir miedo y violencia; y necesitan, además, el apoyo del mismo pueblo adoctrinado. Es, precisamente, en este contexto de corrupción social generalizada, que Montalvo se identifica a sí mismo como “El Regenerador”, el civilizador de la nación ecuatoriana.
Montalvo, que fue más racista y misógino de lo que su lectura heroica ha estado dispuesta a aceptar, no deja tampoco de identificar a esta “base social” del despotismo con la movilización armada de los sectores étnicos de la sociedad ecuatoriana. El racismo aparece así como un arma de ataque político contra Veintemilla. El escritor ambateño escribe: “Fuera del color, todo es indio en esa fea, desmañada criatura”. Montalvo, en definitiva, racializa la lucha política, haciendo evidente como la sociedad ecuatoriana del siglo XIX excluye tanto a las poblaciones indígenas como afrodescendientes. En contraste, la llegada al poder de Gabriel García Moreno representa, para Montalvo, la emergencia de un tirano ilustrado: culto, católico e inteligente. Montalvo escribe, “Dije que Ignacio Veintemilla no era ni sería jamás tirano; tiranía es ciencia sujeta a principios difíciles, y tiene modos que requieren hábil tanteo. Dar el propio nombre a varones eminentes, como Julio César en lo antiguo, Bonaparte en lo moderno; como Gabriel García Moreno, Tomás Cipriano de Mosquera entre nosotros” (92). A pesar de su crítica al despotismo, Montalvo no deja de admirar la tiranía de García Moreno. El tirano analfabeto no puede compararse con el “déspota ilustrado”. En Las Catilinarias, Montalvo llegará incluso a afirmar que prefiere “La tiranía de la fuerza mil veces antes que la corrupción; el despotismo del genio, no el de los vicios” (151). La obra de Montalvo delata una posición ambigua con respecto al gobierno autoritario y modernizador de García Moreno: un gobierno ilustrado y progresista, por un lado; pero represivo, autoritario y violento, por el otro. ¿Es la tiranía de la fuerza mil veces mejor que la de la corrupción?; ¿es mejor el despotismo del genio que el de los vicios?. ¿No es acaso el uso irracional e incontrolado de la fuerza otro vicio más del poder autoritario, sea éste de derechas o izquierdas?. Parecería que las respuestas a estas preguntas nos persiguen hasta el presente.
Icaza o la teatralidad del parricidio político
Conocido internacionalmente como novelista y en particular, como autor de su bestseller en clave indigenista, Huasipungo, la producción teatral de Jorge Icaza es menos comentada y valorada. El hecho es que Icaza inició su carrera literaria como actor y dramaturgo; y escribió seis obras teatrales entre 1928 y 1933, aproximadamente. Vista en su conjunto, me atrevería a decir que toda la producción dramática de Icaza, más allá de las diferencias específicas de cada obra, se caracteriza por dos elementos centrales: el primero es su concepción del teatro como una búsqueda experimental, como una constante renovación de los medios expresivos (los diálogos, personajes, escenas, etc.). El segundo aspecto es su crítica corrosiva al poder autoritario y sus distintas formas de manifestarse. Icaza, en efecto, teatraliza el poder (paternal, social, político); y acaso, al hacerlo, visibiliza lo que el poder tiene también de teatral. Desde esta mirada, el teatro de Icaza es un teatro fuertemente político.
Cuál es (1931), la tercera de sus producciones, es una discusión psicoanalítica en torno al autoritarismo de un padre con su familia; y su eventual asesinato, a manos de sus propios hijos. Aunque el ambiente de la trama es hogareño, la figura todopoderosa del padre podría también iluminar el mundo social y político: el padre simbolizaría así la figura de un gobernante despótico con respecto a su familia, esto es, la nación. Valga anotar, en este punto, que resulta del todo inoficioso discutir aquí si esta lectura política del teatro de Icaza estuvo o no implícita en sus “intenciones”. Sabemos que un texto siempre va más allá de las “intenciones” del autor, pues adquiere sentido social en la historia y ésta, a su vez, es iluminada por él también. El teatro de Icaza, con todo, fue muy cercano a la lucha política, sea en un sentido estético, cuestionando modelos de representación teatral dominantes; sea cuestionando abiertamente la censura y control social gubernamentales. No es casual que el teatro de Icaza haya sido un teatro censurado. Regresando a Cuál es, habría que decir que esta obra nos plantea dos niveles de comprensión en su argumento: el primero es el de los hechos visibles, esto es, el autoritarismo del padre que es quien reina en el hogar. El padre es la ley y es obedecido y temido por su mujer y sus hijos. Icaza escribe: “EL HIJO No. 1. –hablándole a la madre sobre su padre–. Te pone en ridículo cuantas veces le da la gana; te obliga a vivir recluida en este casón, lejos de todos; te desprecia con la peor de las indiferencias. No hace caso de ti sino cuando te necesita como criada. Sí… He llegado a sentir desprecio por él” (22).
Sin embargo, en un segundo argumento paralelo, que resulta inusitado y pionero para el teatro quiteño de la época, Icaza pone en escena el mundo de los sueños, deseos y represiones ocultas de los hijos; ésta es la subjetividad inconsciente que subvierte los hechos visibles. Influido por la obra psicoanalítica de Sigmund Freud, Icaza apuesta por un teatro experimental donde el complejo de Edipo y el deseo reprimido se conviertan en los protagonistas invisibles de la obra. Los hijos, en efecto, sueñan de manera grotesca el asesinato del padre. Su agonía les produce risa. Icaza anota: “EL HIJO No.2.- Que la dejes te digo… ¿No me oyes? –defendiendo a la madre- (Perdiendo la serenidad) ¡Tendrás que oírme! (Coge, sin darse cuenta, un cuchillo y lo clava varias veces en el pecho del PADRE) (EL HIJO No.2 siente infinito placer al clavar el arma. Alegría que parece darse la mano con la locura) Así… Tienes que acabar. Tienes que morir. ¡Qué Alegría! ¡Qué alegría, Dios mío! Mira… Mira, mamá. Le sale horchata… ja… ja… ja”. (47).
El teatro de Icaza se revela así como un teatro grotesco, irónico, corrosivo del poder autoritario; un teatro experimental que fue malentendido y enjuiciado en su época como “criminal”. Bien leído, sin embargo, lo que Icaza antepone a la prepotencia del padre no es su asesinato físico, sino la risa de sus propios hijos (igual que a un gobierno autoritario es necesario contraponer la risa parricida de sus mandantes). Una risa grotesca, sí, pero que libera el deseo sometido, la censura impuesta. Es una risa liberadora. Hacia el final de la obra de Icaza, los hechos y los sueños se juntan y entrelazan. No es posible distinguir ya el sueño de la realidad o viceversa. Los dos hermanos han soñado el asesinato de su padre, y él aparece ahora muerto. ¿Cuál es el hijo parricida?. Ninguno de los dos sabe a ciencia cierta quién fue el que lo mató. En esa pregunta sin respuesta y crimen sin asesino, Icaza sugiere, acaso, una interrogante política todavía más incisiva y contemporánea a nuestra época: ¿qué parricidios simbólicos son necesarios para liberarse del autoritarismo, de lo que hoy llamaríamos hiperpresidencialismo?. Cuál es es un teatro de tesis, alegórico, conceptual, no necesariamente uno de personajes y acciones individuales. Por eso, el final de esta obra, que recuerda también el desenlace de Fuente Ovejuna, del español Lope de Vega, no tiene un “criminal” individual reconocible, sino un asesino colectivo. Icaza ha tematizado así la lucha eterna del deseo humano contra la ley autoritaria (del padre tiránico, el orden policíaco, el Estado represivo), y junto con esto, la imposibilidad de llegar a un control total y absoluto de la vida y la conciencia de los individuos.
En su próxima obra, Cómo ellos quieren (1931), Icaza vuelve a las tablas del teatro quiteño, relatándonos la historia de una muchacha pobre que se muda a la casa de sus tíos ricos y sufre así las imposiciones del modelo de la mujer burguesa. Es la historia de una cenicienta melodramatizada, en cierto sentido. Sólo que esta vez, el príncipe azul es un antiguo novio que ella misma rechazará y no existe ni boda en palacio ni un carruaje ni una madrina milagrosa. Cenicienta sufre sola y su única reacción contra el ambiente autoritario que vive son los mordiscos involuntarios que les propina en la cara a sus benefactores. En Como ellos quieren: “LA TIA.- (tocándose la cara) ¿Qué motivos te hemos dado?/ LA MUCHACHA.- Yo no sé. Siento que hay algo en mí, que me obliga, que me empuja, que me arrastra fatalmente. Siento deseos de odiar, de matar a alguien como el supremo placer. Dejadme, dejadme… (Sale)”. (110).
La interioridad de la muchacha es el verdadero mundo de la obra: las sombras del padre, la madre, los tíos, así como la sombra de su propio deseo, no solo que visibilizan las pulsiones internas que luchan en la conciencia de este personaje; sino que convierten al mismo teatro de Icaza en una exploración imaginaria de las desviaciones o perversiones del deseo (las ganas de morder de ella). No hay final feliz en la obra de Icaza: la muchacha optará por abandonar la casa, enfrentándose así a su pobreza y soledad. Al igual que las ficciones macabras de Pablo Palacio, los mordiscos imaginarios de Icaza buscan representar lo grotesco, lo anormal, lo irracional, como una forma de cuestionar el orden autoritario y naturalizado de la ley, la costumbre, la normalidad burguesa. Este carácter satírico del teatro de Icaza llega a su clímax en Sin Sentido (1932), obra en que Don Claudio, padre creador, legislador y autoridad suprema, cansado de modelar figuras de papel a las cuales mandar, busca ahora adoptar seres reales a los que pueda dotar de inteligencia, fuerza y sensibilidad. Encontrará un grupo de niños en un manicomio a los que hará sus “hijos”, imponiéndose la tarea de convertirlos en seres perfectos, modelados a imagen y semejanza de él mismo. En Sin Sentido, Icaza nos sugiere que el autoritarismo, el abuso de poder, no solo es una realidad paternal, doméstica, sino social, política; y aún, sugiere algo menos obvio: el autoritarismo pretende convertir a ese mundo social en un reflejo pasivo de sus propios deseos e intereses. Dicho en términos políticos: el Estado autoritario no representa ni la soberanía ni la voluntad del pueblo; sino que pretende que la sociedad civil sea un reflejo de su propio proyecto social. El problema de tal pretensión, sugiere Icaza, es que nada garantiza que los “hijos” (la sociedad civil) del “demiurgo legislador” (el estado autoritario) puedan eventualmente desobedecer. Y esto es precisamente lo que hacen los niños convertidos en jóvenes, en la obra de Icaza. En contra de las prohibiciones expresas del padre, se enamoran y viven sus pasiones sentimentales. En castigo, los jóvenes son desheredados, expulsados del hogar, y finalmente son encarcelados, al conspirar contra el orden del padre-legislador. Icaza nos alerta así contra la “demencia” de convertir a la sociedad civil en el reflejo de un partido político, una ideología o un determinado gobierno. La ironía de Icaza, una vez más, mordaz, cruda, valiente, se desata al final de su obra: solo un hijo, el más obediente y “risueño”, regresa a la casa del padre-legislador; es el hijo considerado “estúpido”. En Sin sentido: “Tito.- (Más idiota que de ordinario) ¡¡Papacito!! / Don Claudio.- (Después de una pausa. Sin darse cuenta de la situación) ¡Tú…! ¿Pero eres tú?… ¡Ah!… Sí… ¡Mi hijo!… Me quedas tú; que siempre fuiste bueno. Ven a mis brazos. Viviremos juntos. Te sentarás a mi mesa y me acompañarás para siempre” (271). Para Icaza, el enfrentamiento entre la ley autoritaria del padre-legislador y el deseo humano, la libertad, la vida, es una lucha infructuosa. La rebeldía siempre encontrará, más allá de cualquier restricción, una manera de expresarse, y sobre todo, de reír.
Yánez Cossío o las utopías del control
Alicia Yánez Cossío es, muy probablemente, la novelista ecuatoriana mejor conocida del país, pero su producción se extiende también al teatro, cuento, poesía y periodismo. En El beso y otras fricciones (1974), un libro de relatos, Yánez Cossío imagina el mundo utópico de los regímenes autoritarios de los años 70, pero sugiere repensar las deudas de las democracias autoritarias actuales con ese pasado. En “Los militares”, Yánez Cossío imagina un mundo perfecto en el que las atrocidades, violencia y corrupción han sido reemplazadas por la felicidad, paz y bienestar del nuevo orden militar. No existe nada que cuestionar. Este es un mundo-paraíso. Yánez Cossío relata cómo el armamento era usado ahora para divertirse, reírse y gozar. Leemos: “Los tanques empezaron a circular por las vías públicas: unos iban pintados con flores y con pájaros de variados colores, otros estaban decorados con motivos parecidos a los de Walt Disney… Los cañones empezaron a usarse con frecuencia, pero no disparaban las antiguas balas, sino suaves balones que al ser lanzados al espacio se deshacían en el aire llenando las calles de flores, caramelos o juguetes, según las circunstancias” (8-9). Igualmente, males sociales como el desempleo, la pobreza, el hambre, el estrés, la criminalidad, habían desaparecido. Cada quien gozaba de un pan, un techo y un empleo. Y los militares, que seguían con sus rondas de día y de noche, “ayudaban a las mujeres a llevar sus paquetes”, “cargaban en brazos a los niños”, “acompañaban a las personas que se veían tristes” y “tenían los bolsillos llenos de aspirinas, chocolates, estimulantes, pañuelos desechables y vales que podían ser canjeados en las heladerías y pastelerías” (11). El mundo-paraíso de Yánez Cossío tiene, sin embargo, una condición de existencia: que la gente haya aceptado al gobierno autoritario como natural e inmodificable. Hay que observar, en efecto, que las dictaduras militares que se propagaron por toda América Latina en los años 70 dejaron una lección importante a las democracias autoritarias posteriores: el orden de paz y felicidad ha de defenderse con mucha propaganda, con mucha publicidad de “cañonazos de globos y caramelos”, y con la misma fuerza de las armas reales, la represión, el encarcelamiento y otras formas de violencia, en caso necesario. La defensa y protección de nuevos derechos en las democracias de post-dictadura ha venido unida, contradictoriamente, a un manejo autoritario y concentrado del poder. En La sala de máquinas de la constitución, Roberto Gargarella explica precisamente que “en América Latina el hiperpresidencialismo no solo vino junto con la constitucionalización de los derechos sociales, sino también con el desmantelamiento del estado de bienestar y el debilitamiento de los derechos sociales” (292). En otro relato, “Sabotaje”, el dictador del país sufre un atentado en el que casi pierde la vida; su cuerpo en piezas es literalmente reconstruido. Yánez Cossío, nos cuenta, “Se salvo por la pericia de los cirujanos quienes lo cosieron, zurcieron y remendaron todo el cuerpo consumiendo metros enteros de epidermis sintética y humana, litros de plasma, huesos de plástico y órganos fabricados…” (15). Al salir del hospital, todo parece regresar a la normalidad. Todo, excepto que ahora el dictador corre, en sus cuatro extremidades, tras una perrita Cokier Spaniel que lo vuelve loco. Para salvarle la vida, los médicos habrían tenido que injertarle una parte de perro. Al igual que en la historia de Frankenstein, el cuerpo del dictador es una reconstrucción de muchas partes disímiles que finalmente lo mantienen con vida, pero que carecen de humanidad. Entendido como alegoría, el cuerpo reconstruido del dictador no solo revela su animalidad irracional; sino además, su resistencia a permanecer en el poder. Frente a ese cuerpo político autoritario que intenta eternizarse en su afán de dominio y control, Yánez Cossío nos pregunta por su “humanidad”, esto es, su razón de ser más allá del mando; más allá del poder por el poder.
A manera de epílogo
Aunque Montalvo, Icaza y Yánez Cossío escriben desde géneros literarios, intereses y momentos históricos muy distintos, resulta significativa su coincidencia sobre un mismo fenómeno: la fantasía mayor del autoritarismo político es su necesidad de control y dominio absoluto, la cual implica también borrar sus propias atrocidades y violencia, justificándose en la “ley”, la “seguridad” o el “orden” que pretende defender. El Ecuador de hoy no vive una tiranía decimonónica ni una dictadura militar, pero el modelo hiperpresidencialista vigente, manifiesto a través de la criminalización de la protesta social y el uso político de la administración de justicia, la ausencia de una relación respetuosa hacia el derecho de auto-determinación de las nacionalidades indígenas, los afanes del partido oficialista de eternizarse en el poder, reformando la constitución a su medida, o la afirmación de un modelo económico desarrollista y extractivista, impuesto de manera unilateral, entre otros factores, fortalecen la existencia de un gobierno autoritario. En este contexto, Montalvo, Icaza y Yánez Cossío nos alertan sobre la dislexia intencionada que interpreta la ley y la justicia, la confusión entre el “caudillismo paternalista” que puede dar paso al parricidio y se confunde con verdadero liderazgo, o los “cañonazos de globos y caramelos” de propaganda de un nuevo país, que impone la “felicidad”, el “buen vivir” y la re-elección indefinida en su sistema político. Montalvo, Icaza y Yánez Cossío nos invitan a reirnos del poder autoritario. Nos invitan a defender la risa, la ironía, la parodia, el humor grotesco, como una forma de escarnio social, de carnavalización de la política; una forma de duda e incredulidad críticas; una forma de emanciparnos del miedo. Todo lo cual, a la vez, posibilita imaginar otras formas de poder y cambio social democrático alternativo.
Referencias
- Butler, Judith. The Psychic Life of Power. Stanford, CA: Stanford University Press, 1997.
- Echeverría, Julio. Hiperpresidencialismo. El Comercio, abril 1, 2012.
- Foucault, Michael. Michel Foucault: Beyond Structuralism and Hermeneutics. Hubert Dreyfus and Paul Rabinow (eds). Chicago, IL: University of Chicago Press, 1982.
- Gargarella, Roberto. La sala de máquinas de la constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina. Buenos Aires: Katz, 2014.
- Grijalva, Juan Carlos. Montalvo, Civilizador de los bárbaros ecuatorianos. Quito: Abya-Yala/UASB, 2004.
- Icaza, Jorge. Teatro. Quito: Libresa, 2006.
- Montalvo, Juan. Las Catilinarias. Quito: Libresa, 1994.
- Yánez Cossío, Alicia. El beso y otras ficciones. Bogotá: Oveja Negra, 1999.
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Juan Carlos Grijalva, Ph.D., es Professor Asociado de Español y Director del Programa de Estudios Latinoamericanos en Assumption College, Worcester, Massachusetts, Estados Unidos.