Una tarde de septiembre, tiempo antes de que se mencionara alguna caravana, Juan Alberto Matheu Bajurto compró con todos sus ahorros una carriola de segunda mano, en ella aseguró a su hija, Lesly de siete años, y comenzó a empujar decidido a caminar más de 4,500 kilómetros desde una montaña en Honduras hasta Tijuana en busca de ayuda médica humanitaria en Estados Unidos para atender el Palsy que padece la niña.
Juan recuerda que al salir de casa ambos solo llevaban la ropa que vestían y una cobijita, para cubrir a Lesly. Sin dinero, sin siquiera un mapa, sin conocer a nadie en el camino, pero con enorme decisión.
La joven que era pareja de Juan en ese entonces quería hacerlo entrar en razón. Cómo te vas a ir así, le decía, no tienes ni idea de hasta dónde queda Estados Unidos, lo más seguro es que algo les pueda pasar en el camino.
Pero padre e hija partieron, dice Juan, con la esperanza de que la vida de Lesly tuviera un cambio. Ella no puede caminar, o cambiarse o comer por sí misma, tampoco habla, depende en todo de su papá.
Un par de días después de partir, el viaje parecía volverse insoportable. Aunque caminaban en el verano, por las noches les llovía en el camino, hacía frío, a veces viento, “y por el día hacía tanto calor que Lesly se me ponía moradita”, platica Juan.
Cuando la hija empezaba a impacientarse, él trataba de animarla; “ya verás”, le decía a Leslie, “vas a ver que vamos a encontrar ayuda para comprar tus medicinas”.
En Honduras Juan había trabajado en seguridad privada desde los 17 años, era un empleo de tiempo completo, pero Lesly agravó en el 2018 y los médicos pedían análisis y estudios cada vez más costosos, de clínicas privadas, imposibles de pagar para Juan.
El padre dijo que si seguía así, la niña solo iba a empeorar, que tenía que decidirse y dejarlo todo por salvarla. Por eso fue que dejó atrás todo lo que le era conocido.
Solos y sin recursos, habían avanzado en unos 20 días apenas un tramo en Guatemala, cuando en un poblado por el que pasaban la gente comenzó a hablar de una caravana que días más tarde partiría de San Pedro Sula.
Juan decidió esperar a que la caravana les alcanzara y dice que, a partir de entonces, como si fueran ángeles, algunas personas le han ayudado una después de otra. El primero fue un joven nicaragüense que se solidarizó con empujar por turnos la vieja carriola de Lesly, y a ayudar a subirla a vehículos cuando los conductores accedían a llevarlos.
Más tarde una mujer de Guatemala, que vive en Los Ángeles, reconoció su barrio en un reportaje de televisión en que entrevistaban a Juan y decidió transferir cien dólares al periodista Pedro Utreras para que los hiciera llegar a Juan.
“Ya con eso pude comprar pañales (desechables) para Lesly, le compré una chamarrita, leche, comida”, recuerda Juan.
Con la caravana el avance se volvió más fácil. A los pocos días entraban a México y la gente de los pueblos por los que pasaban era más amigable y le deban a la caravana por lo menos agua y algunos líquidos frescos, comida en bolsitas de plástico para que los migrantes comieran en el camino.
Al llegar a Oaxaca, padre e hija conocieron a una mujer de San Diego, Paula Mendoza, fundadora de la Marcha de las Mujeres.
Paula le prometió que, si llegaban a Tijuana, ella trataría de ayudarles, les dio algo de dinero y sus datos.
Cuando la caravana llegó una semana después a Córdova, Veracruz, una mujer se dio cuenta de que Juan batallaba para continuar porque Lesly, sin querer, metía los piecitos a las ruedas de la vieja carriola y se lastimaba.
A la mañana siguiente la mujer mostró ser otro de esas personas que Juan ha llamado ángeles. Llegó temprano con una silla de ruedas. “Para tu niña”, le dijo. “Y ya tira esa carriola antes que la vayas a dejar sin pies a la pobre”.
La silla de ruedas, seminueva, fue un cambio completo para la pareja. Ahora Juan y su amigo nicaragüense podían avanzar más ligeros al paso del resto de la caravana, subir a camiones, a autos. Era una silla plegable.
A Tijuana llegaron semanas más tarde y, en efecto, Paula Mendoza cumplía su promesa de ayudarles. Los llevó temprano una mañana a que se inscribieran en un libro en el que los propios migrantes se anotan para pasar por turno a Estados Unidos a solicitar asilo humanitario, les compró ropa, cobijas.
La ayuda definitiva sin embargo llegó cuando un día en el refugio de migrantes Paula encontró al activista Mark Lane de San Diego, quien se dedicaba todo el día a reunir donativos en California y llevarlos a través de la frontera al refugio.
La falta de medicamentos todas esas semanas había agravado a Lesly y sus síntomas se agudizaban.
Mark fue a hablar con los oficiales del Grupo Beta, la agencia del gobierno de México que protege a los migrantes sin importar su nacionalidad. Ellos estaban a cargo de entregar a autoridades estadunidenses a quienes, de acuerdo con el registro del libro de migrantes, seguían en turno para pasar a pedir asilo.
Los agentes de Beta no podían alterar el orden que decidían los migrantes, pero posiblemente si alguien faltaba a presentarse uno de esos días, pudieran sustituir con Juan y Lesly.
Mark recuerda que un día le llamó por teléfono a San Diego el Grupo Beta como a las 6 de la mañana. Para las 7 Juan y Lesly tenían que estar listos para pasar por el paso peatonal de Tijuana a California.
Lane manejó tan pronto como pudo a través de la frontera, por colonias en el este de Tijuana hasta el refugio en el este de la ciudad, y luego de regreso a la frontera, pero llegó a tiempo. De perder esa oportunidad podrían pasar meses para que tocara turno a la pareja.
“No sabemos si esto va a resultar, ni sabemos si los estadunidenses van a aceptar que pasen, pero lo vamos a intentar”, dijo un oficial de Beta a Lane.
Juan y Lesly entraron a Estados Unidos por primera vez. Como cuando salieron de la montaña en Honduras llegaron con solo lo que vestían y una mochilita con la cobija de Lesly y pañales, pero pasaron, no los regresaron.
Durante cuatro días, Mark Lane no supo de ellos. Dice que fue una angustia porque si las autoridades pensaban que algo no estaba en orden, los podrían mandar indefinidamente a un centro de detenciones, separar a padre e hija, deportar a alguno de ellos o a ambos.
Pero de pronto una tarde Lane recibió una llamada de la oficina de Inmigración y Control de Aduanas (ICE). Le dijeron que, en una hora a más tardar, Juan y Lesly saldrían en libertad condicional para que los recogiera la persona que les iba a dar alojamiento, la maestra Shane Parmely.
Desde entonces Lane se ha hecho cargo de ayudarles con documentación, hacer citas médicas, llevarlos por análisis clínicos. Es, dice Juan, la persona que más recientemente le parece un ángel.
De hecho, Lane, quien desde que ayudó a Juan y Lesly ha recogido a docenas de familias que ICE abandona en calles de San Diego, decidió abrir la Minority Humanitarian Foundation para ayudar a los migrantes desamparados.
Para Juan, atender a Lesly ha sido más que un reto, una razón de felicidad. Esta semana, en su cuenta de Facebook, subió una foto de padre e hija que dice “Lesly es el amor de mi vida”.
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Manel Ocaño es periodista basado en la región de San Diego-Tijuana.